Prologo

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Prologo de Álvaro Gabriel Vives

Las palabras tienen vida, por eso envejecen y pueden morir. Mueren cuando se aíslan, solas o en grupo, cuando se repiten, circulando siempre por los mismos lugares, hasta que se petrifican, y entonces, donde había discurso, sólo queda dogma. Un cadáver justificatorio que atestigua que allí, alguna vez hubo vida. Las palabras requieren de un curso diverso para seguir respirando. Diferencia.

El psicoanálisis, que ha sido quizás la disciplina más singular y propia del siglo XX, no es sin las palabras vivas. Freud sostenía que ceder en las palabras era ceder en todo. Un siglo de psicoanálisis que ya cuenta varias generaciones de analistas. Podemos afirmar que transitamos la cuarta generación.

Cada generación ha aportado sus palabras, surgidas de su clínica. También ha habido pujas entre discursos. En esas pujas de palabras vivas, el psicoanálisis ha adquirido sus marcas y con ellas hemos enriquecido nuestra clínica.
Radmila Zygouris pertenece a la tercera generación y sus palabras están vivas. No condensa sino que transmite la experiencia vital de las últimas cuatro décadas del psicoanálisis desde el centro geográfico de mayor peso durante ese tiempo. Fue en París y sus adyacencias que el psicoanálisis se renovó con Lacan. Pero Radmila no se quedó detenida en esos años fructíferos.
Esta edición reúne cinco trabajos de su producción reciente sobre temas cruciales para el futuro del psicoanálisis. Su mirada se posa tanto sobre tópicos nuevos como sobre tópicos clásicos. Como en su trabajo “Un sueño de ciencia o el niño mundo”, sobre el sueño de la inyección de Irma, que nos devuelve una imagen nueva respecto del proceso de creación freudiana.. Mirada que trastoca la creación en problema epistémico y alumbra el mito para beneficio de la clínica.
No teme abordar de lleno los más espinosos problemas éticos de nuestra práctica y sorprende con elaboraciones conceptuales que parecen alejadas de su experiencia con Lacan entre 1966 y 1980. Sin embargo, una lectura atenta revela el fruto de un trabajo desarrollado sobre aquello que Lacan le ha transmitido, cuando escribe “El amor paradojal o la promesa de separación”.
Fiel a una de las más caras tradiciones freudianas, está dispuesta a hablar de lo que no se habla. No por afán de escandalizar, tampoco por una cruzada moral contra el cinismo, sino porque encuentra una resistencia no suficientemente trabajada, en el seno mismo de la práctica del psicoanálisis. Porque entiende que enfrentar esa práctica, que exige suspender el juicio moral, requiere pulir una ética férrea anclada en una comprensión que alcance las consecuencias del acto que lleva a cabo un analista en su práctica. Quizás el problema más urgente que enfrenta en esta etapa de su historia el psicoanálisis.
En su trabajo titulado “El niño del júbilo”, una experiencia vasta le permite poner en relación conceptos acuñados por Freud, Winnicott y Lacan, como el “fort-da”, “el objeto transicional” y “el estadío del espejo”, para extraer observaciones valiosísimas para nuestra clínica.
Es posible para el lector advertido rastrear en filigrana la influencia del pensamiento de Gilles Deleuze en su producción analítica.
Cuando una palabra ha empezado a envejecer y su carácter anquilosado obtura la comprensión de un fenómeno clínico, no duda en volver a repensar dejando de lado el concepto que obstaculiza, para descubrir una nueva forma de la resistencia del analista al análisis. Así ocurre en su trabajo que lleva por título “El autóctono”.
Su preocupación podría enunciarse como aquella que produce “una clínica del analista” dentro de la experiencia de su práctica.
Quizás éste sea el centro motor de su producción, que la pone en posición de revisar tanto la dimensión ética como la estética en la experiencia transferencial del analista, pero sin perder de vista las implicancias sociales que están en juego y a las que no siempre se le ha brindado la atención necesaria.
Una dimensión social que está implicada en la pulsión misma, según sostiene la autora en su escrito: “Flujo y estasis”, con un punto de vista novedoso y fecundo, en su tentativa de religar lo singular y lo privado de las pulsiones en su manifestación, en tanto que flujo trans-personal y colectivo.
La originalidad suele producir cierta sorpresa inicial que a veces deriva en algunos rechazos, como lo sufrieron Freud, Klein, Bion, Winnicott y Lacan, entre tantos otros, pero cuando hay una construcción genuina que da cuenta de un problema clínico, se impone el nuevo punto de vista.
Cuando conocí a Radmila Zygouris me impactó su discurso simple directo y claro sobre temas que también me preocupan y me parecen claves. Por eso cuando mis amigas y colegas paulistas Caterina Koltai e Isabel Marazzina me manifestaron su deseo de que se publicara a Radmila Zygouris en Buenos Aires, no dudé en prestar toda mi colaboración para esa empresa.
Luego, la lectura de sus trabajos confirmó mi impresión original, pero también profundizó mi interés, ya que encontraba fuertes resonancias con mi propio pensamiento y preocupaciones temáticas, pero fundamentalmente éticas.
Puedo decir sin temor a caer en un lugar común que me alegra haber emprendido esta tarea y me siento honrado por cumplirla, además de orgulloso por hacer posible a la comunidad analítica argentina tomar contacto con estos escritos. La razón estriba en que comparto una preocupación fundamental con Radmila Zygouris. Dejaré aquí que ella exprese esa coincidencia con la vitalidad que le reconozco a su palabra:

Sin ilusiones de brillar, el psicoanálisis, cien años después de su descubrimiento, no podrá ser transmitido ni sobrevivirá más que bajo el auspicio de una repetición mortal, o convirtiéndose en una fábrica de clones a partir de los mejores maestros, los más locos, los más inventivos, que habrán vendido su genio como saldo de segunda mano a una descendencia de tecnócratas.

No se trata de ilusiones ingenuas ni vanas, ni del brillar “fashion” del narcisismo dañado que espera del reconocimiento su reparación, señalando el punto defensivo fallido que pretende evitar la catástrofe ya sucedida.
Se trata de la ilusión tal como la concibe Winnicott, ilusión que crea mundo, con esa creatividad radiante y desprejuiciada propia del niño, necesaria para perseguir y a veces alcanzar una producción que cuando se logra, solemos calificar de brillante. Resuena aquí la metáfora nietzscheana que propone al niño como el punto a alcanzar, luego del camello y el león.
Ilusión de brillar que tuvo Freud, y “los más locos e inventivos maestros” que le siguieron, y que nos legaron la responsabilidad de seguirla sosteniendo.

 

Álvaro Gabriel Vives